Falleció el dia 1º de Noviembre mi querida hermana Marisa, después de una dolorosa enfermedad autoinmune que le atacó los pulmones. Había nacido en Bogotá, el 20 de marzo de 1949. Ella logró sobrevivir los últimos años, gracias a los cuidados esmerados de su marido, Alejandro y gracias, también, a los servicios médicos de primer mundo que el Canadá les ofrece a sus ciudadanos.
Marisa había emigrado de Colombia a fines del siglo pasado, junto con mi hermano Gabriel. Ambos se radicaron, con sus familias, en Mississauga, cerca a Toronto. Los visité en dos oportunidades, en 2008 y en 2018. Pasé con ellos el verano. Pero conversábamos casi todas las semanas por teléfono. Yo realmente me alegré con la decisión de Marisa y Gabriel de radicarse en ese bello país que los acogió y les otorgó, así como a sus familiares, la ciudadanía.
Me decía Marisa, en tono de broma pero con un fondo de verdad: “Tú que eres el intelectual de la familia, emigraste para el país errado. Si te hubieras venido para el Canadá, otra habría sido tu historia”. La punta de verdad en la apreciación de Marisa está relacionada con la diferencia en el tratamiento ofrecido por las autoridades a un ciudadano común en Canadá y en el Brasil. En Canadá, el ciudadano vive más tranquilo. La educación y la salud (incluyendo los remedios), son servicios de excelente calidad, de los que el ciudadano disfruta sin pagar más que sus impuestos, que nunca ultrapasan el 25% de sus ingresos. Hay seguridad jurídica. Hay tranquilidad en las calles y plazas de las ciudades. Hay previsibilidad en la legislación relacionada con el día a día.
En cuanto al Brasil, un dato revela que no es tan tranquilo para vivir: son casi cinco millones los brasileños que, a lo largo de las últimas décadas, han optado por otros países. El motivo? Generalmente, la búsqueda de condiciones más favorables para vivir la vida diaria, con seguridad jurídica y con buenos servicios en un ambiente democrático, especialmente en lo que atañe a la salud, a la educación, a la seguridad pública y al respeto por las libertades fundamentales.
Vuelvo a los recuerdos familiares. Entre seis hermanos, Marisa era la penúltima, siendo que Gabriel es, como se dice en Brasil, “o caçula” (“el pequeñín”). Pienso que en los hogares tradicionalistas, como el mío, a los primeros hermanos nos cupo la tarea de aguantar todo el rigor de “los viejos”. Con Alberto, mi hermano mayor ya fallecido, conmigo y con María Victoria (ya fallecida también), el rigor de la disciplina paterna y materna fué muy fuerte. Sin embargo, a los menores, a Alfonso, a Marisa (ya fallecidos) y a Gabriel, les cupo la suerte de encontrar a mis padres más viejos y cansados para disciplinar, con rigor, a sus hijos. Alfonso, Marisa y Gabriel se ganaron la lotería de tener a sus padres más como amigos y compañeros, que como autoridades inapelables.
Al intransigente “don Alfonso” le encantaba pasar vacaciones en Cali, en la casa de Mauricio y Marisa. Allí el “viejo” se sentía a sus anchas, lejos de los cuidados regulares y limitantes de mi mamá. El viejo, en la casa de Marisa jugaba con sus nietas, especialmente con Lina, que lo acompañaba al parque y a la tienda para comprar golosinas. Se tomaba sus tragos de whisky y saboreaba con pícaro placer sus copas de vino, quedando muy animado en compañía de su yerno y de Marisa. Se quejaba con mi hermana de que la viejita le cortaba las alitas y no lo dejaba volar tranquilamente, a sus anchas. “Me voy a separar de Victoria, carajo!” le dijo a ella el viejo en una de sus confidencias. Recordando ese desahogo, Marisa y yo nos moríamos de la risa, al comparar la fidelidad franciscana del viejo con nuestras separaciones. Yo decía, haciendo un trocadillo de palabras, que habíamos entendido mal el consejo del Padre Peyton, un irlandés que en los años cincuenta visitó a Colombia, en donde predicó una misión con el rezo del rosario de madrugada durante ocho días, y que terminaba con el siguiente adagio, que el predicador repetía: “Familia que reza unida permanece unida”. Con el sueño con que nos sacaban de casa para rezar el rosario en las heladas madrugadas bogotanas, habíamos entendido mal el adagio del predicador. Debido al frío y al hambre, habíamos congelado las palabras del padre Peyton, entendiéndolas así: “Familia que transgrede unida se separa unida”!
Alfonso y Marisa, por otra parte, formaron un dueto de chiquillos traviesos y alegres, que hacían diabluras todo el tiempo. Cuando vivíamos en la Hacienda “El Carmen”, en La Calera, durante los duros años de la violencia que siguió al asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948, Alfonso (nacido en mayo de 1947) y Marisa (nacida em marzo de 1949) se convirtieron en mancornas que no se separaban jamás y que nos divertían con sus pilatunas e historias.
Ya de regreso a nuestra casa vecina a la Quinta Mutis, en Bogotá, fuimos matriculados en el colegio. Alberto y yo pasamos a frecuentar el Liceo de la Salle y María Victoria y Marisa fueron enviadas al Colegio “Divino Salvador”, dirigido por monjas gringas, que las comenzaron a perseguir, debido a que en ese establecimiento estudiaban también las nietas de un conocido congresista liberal benefactor del Colegio, que había muerto en el tiroteo que hubo en la Cámara de representantes en Bogotá hacía algunos años, en el que participó mi abuelo Amadeo, que era jefe de los congresistas conservadores. Los liberales acusaban a mi abuelo de haber sido el autor de los disparos fatales. La persecución de las monjas afectó mucho a María Victoria, que lloraba inconsolable cuando llegaba la hora de salir para el colegio. Marisa, ni corta ni perezosa, se vengó de las monjas-verdugo, pintándole las uñas de verde a la estatua blanca de la Virgen María, que adornaba el patio central del Colegio! Me divierto imaginando la entrada de mi hermanita Marisa en el Cielo, saludando con una alegre sonrisa a la Virgen María, que cariñosa la acoge, ostentando aún sus uñas pintadas de verde, en señal de ecológico perdón a la traviesa chiquilla de antaño...
Marisa dió un bello testimonio de la complicidad de la infancia que vivió con Alfonso. Ambos se volvían gamines que hacían de las suyas constantemente. En la Navidad de 2019, con motivo de la enfermedad que consumió la vida de mi querido hermano, Marisa escribió en un post de WhatsApp dirigido a él: “Mi querido Poncho: hoy hablé con Ricardo, quien me contó que acababa de hablar contigo. Yo no quiero molestarte, pues sé que te da trabajo hablar. Te quiero desear ausencia de dolor y de molestias. Sé que estás muy sereno, cosa ésta que te ayuda mucho en esta difícil situación. Afortunadamente, estás en casa, rodeado de toda tu familia. Lo único que quisiera es estar cerca de tí, para poder hablar de todo. De cómo, gracias a tí, tuve uma infancia muy, muy feliz. Hiciste que mi adolescencia, a pesar de haberte tenido lejos unos años, fuera alegre como tú. Cómo fuiste de solidario conmigo, al ayudarme a pintar la casa para mi matrimonio. Igual de solidario en la época, cuando salíamos a gastarnos la plata de mi ajuar en onces deliciosas y películas maravillosas. Gracias a tí tuve la gran oportunidad de disfrutar la vida, ya que en tu compañía, nos íbamos a conquistar montañas y a que nos atacaran los chivos en nuestras largas caminatas. A escribir teatro del absurdo donde nos burlábamos de papi y mami, de sus vidas y desfortunas. Mi gran diversión fué tu complicidad con mis pilatunas, cómo inventábamos canciones remedando las que papi cantaba, pero con letras nuestras donde intercalábamos una que outra palabrota prohibida. Cómo jugábamos a los vaqueros malos del oeste. Tú me salvaste de que me trataran como a una niña, lo cual contribuyó a mi felicidad de entonces y de ahora, ya que siempre he sido más cercana a un gamín que a una niña, gracias a tu cercanía. Parte de esta historia la he vivido con mis hijas, a las cuales las salvé de ser tratadas como niñas y han podido pensar y ser ellas mismas, pues como les conté muchas veces, contigo tuve la posibilidad de tener un amigo cercano que me aceptó incondicionalmente. Has dejado en mí maravillosos momentos de alegría, risas, aceptación y amor. Te quiero infinitamente, mi querido hermano, compañero de andanzas infantiles y juveniles. Gracias por ser quien eres”.
Em mi WhatsApp (20 de septiembre de 2022) quedó registrada la última comunicación de mi hermanita conmigo: “Hola Richard. Cómo te parece que ayer llegamos a Quebec, de paseo con Alejandro y sus hermanas. Tuve una crisis. Me tocó volar al hospital y aquí estoy en cuidados intensivos. Creo que de esta no salgo. No puedo hablar. Así que ni trates de llamar, pues sólo estoy usando el celular para comunicarme [en caso de urgencia]. Las niñas llegan esta semana a Quebec, pues todavía no me pueden mover”.
Quedó registrada, también, mi respuesta: ”Hermanita: estoy contigo. No pierdo la esperanza de que salgas de ésta. Vas a ver que reaccionará positivamente tu organismo. Queda tranquilita que todo saldrá bien. Dios te ama y todos nosotros también. Besitos de Paula, Pedrito y míos. Te amamos”.
Marisa fué uma mujer “verraca”, luchadora empedernida que nunca se dejó amilanar por las dificultades o los peligros de la vida. En una época en que a las mujeres se les prohibían muchas cosas, ella no dudó en sacar su carrera de abogada adelante, “contra viento y marido”, como decía. Fué uma gran abogada penalista en Cali. Justamente por esa especialidad, que puso al servicio de la pacificación de la ciudad a lo largo de los años 80, colaborando con una misión de la ONU, entró en la mira de los narcotraficantes que la amenazaron de muerte. No dudó en viajar al Canadá, en donde ya vivía la mayor de sus hijas, Lina. Pidió residencia en un primer momento y, habiéndola recibido, años después hizo el pedido para adquirir la ciudadanía canadiense, que le fué concedida por el gobierno y pasó a residir en la Provincia de Ontario, en la linda localidad de Mississauga, cerca a Toronto. Revalidó en la Universidad de esta ciudad sus estudios de Derecho, para poder ejercer como abogada en Canadá y con gran disciplina y mucho trabajo se afirmó como una profesional competente. Se dedicó a los negocios inmobiliarios, con el decidido apoyo de su esposo Alejandro y de sus hijas Lina y Anita. Pero la actividad que más le gustaba y a la cual dedicó mucho tiempo, fué la artesanía fina con joyas semipreciosas. Cuando estaba soltera, Marisa había hecho el curso de Arte y Decoración en Medellín.
Marisa heredó de nuestro padre Alfonso el gusto por las artes plásticas y la pintura. Alberto y Maria Victoria heredaron del viejo el gusto por la música. Alberto era un pianista nato. Lástima que no hubiera culminado sus estudios en esa área. María Victoria fué una gran concertista. Alfonso, Gabriel y yo heredamos el gusto por el canto. Yo me considero un “tenor etílico”, pues sólo tengo coraje para soltar la voz cuando he tomado unos guarilaques. De nuestra madre, Victoria, heredamos el gusto por la vida social y por el aprecio a la educación y a la participación en la alta cultura. De mi padre, Marisa heredó también la habilidad para los negocios. En el ramo inmobiliario ella se destacó, tanto en Colombia como en el Canadá.
En la dinámica tradicional de la familia, el viejo escogió profesión para los tres primeros hijos. Alberto debería ser agrónomo, a fin de que se hiciera cargo de los negocios de la Hacienda “El Carmen” y de la fábrica de bloques en “Los Cedritos”, al norte de Bogotá. Maria Victoria debería ser pianista y para mostrar que estaba pensando en serio, le dió de regalo, cuando cumplió un año de edad, un bello piano alemán de marca Blüthner. “No quiero ni abogados ni policías entre mis hijos!”, nos decía el viejo. Ya reblandecido por los años, le preguntó a Poncho qué quería ser. El diablete le respondió sin parpadear: “Cuando crezca quiero ser ladrón”. El chino tenía lógica: como el viejo había dicho que no quería policías, tuvo que optar por los ladrones, siguiéndole el hilo al juego que se llamaba “Ladrones y policías”. A mí me tocó ocupar el lugar de mi hermanito Ricardo, muerto en 1942, con escasos ocho días de vida: debería ser cura. Esta vocación “venida de lo alto” fué cultivada ardorosamente por mi madre, que se encargó de mostrarme el bello escenario de mi primera misa, yo vistiendo el alba blanca que ella tejería con sus propias manos. Me comí el cuento. Y en las frías tardes de la Hacienda “El Carmen”, en la mesa de la sala, yo jugaba a celebrar misa, utilizando los recipientes del aceite y del vinagre, imaginándome que contenían el agua y el vino para la consagración...
De noche, cuando se apagaba la luz, lloraba silencioso entre las cobijas, imaginándome que embarcaría para las misiones en un enorme navio que me llevaría al Africa, sin poder ver más ni a mis padres ni a mis hermanos, especialmente a “mano Perrunico”, como yo llamaba a Alberto, tres años mayor que yo y que era mi referencia en materia de novedades escolares. Lamentaba anticipadamente no escuchar más el piano de María V., ni oír las carcajadas de Poncho jugando con “la niña Runga”, Marisa, como la llamaba la niñera, Eva. Lloraba también porque no escucharía más las palabrotas prohibidas que le habíamos enseñado a nuestro loro Roberto, ni podría jugar con mi gato gris, ni con mi perrito Temerón, que se escondia junto conmigo debajo de una cama, cuando tronaban los voladores de Navidad...
“Ni abogados, ni policías” había sentenciado mi padre. Pues bien: de los tres hijos mayores, a los que les indicó el camino profesional a seguir, solamente la dulce y gentil María Victoria cumplió los deseos paternos: fué una pianista eximia. Pero Alberto, lejos de ser agrónomo, se graduó de abogado penalista y actuó como juez y como profesor de la Facultad de Derecho. Marisa, por contagio fraterno, escogió la profesión de abogada. Y yo, que renuncié a ser cura, ingresé al cuerpo docente de una institución militar brasileña, la Escuela de Comando y Estado Mayor del Ejército, en Rio de Janeiro. A mi modo, fuí “policía”.
Cuando abandoné el Seminario, casi al final de mis estudios de Teología, a comienzos de 1968, tuve que administrar el verraco sentimiento de culpa que me atacó, potencializado con la ayuda de don Alfonso, que me echaba en cara que ya había mandado imprimir los recuerditos de mi ordenación sacerdotal, que debería recibir del Papa Paulo VI en su visita a Bogotá, en Julio de 1968. Mi mamá me consiguió cita con el siquiatra. Pero Marisa me dijo: “qué cuentos de siquiatra. Lo mejor es olvidar de una vez por todas a los curas. Y vamos a jugar bádminton en la calle!” Oh pecado! Me puse el Bonete negro de cura en la cabeza y jugamos una partida al frente de la casa. Don Alfonso llegó cuando aún estábamos jugando. Se puso una fiera por el sacrilegio que estábamos cometiendo contra uma prenda sacra. Cogió el Bonete y lo guardó en el primer cajón de su escritorio, que tenía llave. Confieso que la travesura litúrgica fué muy buena. Esa noche dormí como un ángel, sin tomarme el remedio que me había recetado el doctor...
Mauricio, el primer marido de Marisa, a quien mis padres querían como a un hijo, participaba en el teatro que a fines de diciembre Marisa organizaba para conmemorar el Año Nuevo. El libreto era escrito por nosotros. El asunto escogido, uno de esos años, giraba acerca de las desgracias financieras que nos acometieron después de que Samuel el Calvo, un empresario que era hermano del cura rector del Seminario, se robó una buena suma de dinero que mi papá le había prestado. Sin más ni más, el “empresario” dejó de pagar los intereses. Y después viajó al exterior.
El enredo de la trama era más o menos así: El general Rojas era el padre de una linda muchacha llamada Cleopatra (representada por Marisa), que era pretendida por Marco Antonio (Alfonso), un candidato a novio desempleado, que se hacía pasar por corredor de seguros, cuando en realidad desempeñaba el cargo de vendedor de tumbas, sin haber logrado vender ninguna. A Mauricio le correspondió el papel de general Rojas. María V. desempeñaba el papel de Medarda, la elegante y eficiente secretaria del general. Yo era el cura que celebraría la boda de Marco Antonio y Cleopatra, vistiendo la vieja sotana que mi mamá guardó como recuerdo de sus ideales eclesiásticos. Gabriel era el portador de los anillos de los novios y había cometido el desliz de venderlos en la panadería para comprar “borradores”, como eran llamados los deliciosos caramelos que atraían a la clientela infantil. Mauricio se vistió con el uniforme de gala de abuelito Amadeo, que aún mi mamá guardaba. Era un bello uniforme de general del Ejército, con mangas rojas y charreteras doradas. El heterogéneo elenco era completado por el juez de la comarca (Alberto), que tenía la misión de mandar a la cárcel al ladrón empresario Samuel el Calvo, a mando del general Rojas, que quedó muy conmovido con el robo descarado de los dineros de mi padre. La eficiente secretaria del general, Medarda, lo había puesto al tanto de esos hechos.
Como la fiesta tendría lugar en Patiobonito, cerca al Poblado, en Medellín, en la casa de la tía Chela, todos los artistas íbamos en el carro de Don Alfonso, un viejo Dodge 56, que era abastecido de vez en cuando. Antes de llegar al Poblado, el bendito carro, dirigido por el juez (Alberto) se apagó y no funcionó más. Nos tocó empujar y “el general” Mauricio fué uno de los que ayudaron. Una patrulla de la policía pasó y le preguntó al “oficial” qué sucedía. El dijo que el carro había tenido una falla en el motor y que lo estábamos empujando hasta un lugar en donde lo pudiéramos dejar, mientras llegaba el mecânico, al día siguiente. Los policías, muy atentos, saludaron militarmente al “general” Mauricio y nos llevaron en la radiopatrulla al lugar de la fiesta, deseándonos feliz año.
Marisa era uma lectora voraz. En sus largos insomnios (que heredó de mi padre) leía novelas y más novelas y, en los últimos años, libros de ensayos sobre temas humanísticos y de divulgación científica. En esta última área, Marisa había leído los ensayos sobre neurociencia del Dr. Rodolfo Llinás, docente colombiano de la Universidad de Nueva York. Por outro lado, mi hermanita leyó la obra completa de Pablo Neruda y de Isabel Allende, así como los seis volúmenes del Curso de Introducción a las Humanidades, escritos por mí y por dos entrañables amigos de São Paulo: Antônio Paim y Leonardo Prota. Se entusiasmó con la prosa erótica de don Camilo José de Cela. Fueron muchos los ensayos y novelas de narradores españoles contemporáneos que Marisa leyó, como Javier Marías, Rosa Montero, Enrique Vila-Matas y Julio Llamasares. Me comentó entusiasmada sus impresiones cuando fué publicado, en 2005, el bello libro titulado: El olvido que seremos, en el que Héctor Abad Faciolince recuerda a su padre, Héctor Abad Gómez, acribillado por los narcos de Medellín en los años 80.
La curiosidad literaria fué estimulada en mi hermanita y en todos nosotros, mediante la biblioteca que mi papá fué organizando en casa, a lo largo de los años, con obras de Giovanni Papini, Émile Zola, Leonardo da Vinci, San Ignacio de Loyola, Dante Alighieri, Miguel de Cervantes, Lope de Vega, el Arcipreste de Hita, Francisco de Quevedo, William Shakespeare, John Milton, Homero, Virgilio, etc. y con clásicos de la literatura juvenil como Julio Verne, Charles Dickens y Emilio Salgari.
El catolicismo, en la versión más tradicional, se vivía en Colombia en el seno de las familias a lo largo del siglo pasado. Mis padres nos llevaban a la Iglesia de los frailes Capuchinos, situada en el centro de Bogotá, en febrero, a fin de conmemorar la fiesta de “la Virgen de la Candelaria”. Los curas celebraban esa fecha en gran estilo, con tres dias de misas, rosarios y oraciones. Al final de las conmemoraciones, era vendido el cirio de Nuestra Señora de La Candelaria, que iluminaría las casas durante los tres días de oscuridad que, según ellos, vendrían de un momento a otro, como castigo por los pecados del pueblo. La única luz que sería permitida era la del círio de La Candelaria que los frailes, muy oportunistas, vendían a precio de oro. Nosotros, en nuestra viva imaginación infantil, temblábamos de miedo al imaginarnos ese período de expiación, con la fatídica figura del diablo blandiendo su tridente por las calles, a fin de ensartar a los pecadores desprevenidos. Marisa, frente a las prácticas de esa religión tradicionalista que era especialmente cruel con las mujeres, reaccionó con un sentimiento anticlerical que la acompañó durante toda su vida. Creo que ella, al negar al Dios de la Religión Católica predicada por los curas, estaba tratando de identificar una vivencia más verdadera y más humana de la presencia divina en la historia. Al fin y al cabo, negar la caricatura de Dios es preparar el terreno para aceptar la presencia auténtica del Transcendente en nuestras vidas.
En la última fase de su enfermedad, pasada en el hospital de Mississauga, mi hermanita tuvo que enfrentar mucho sufrimiento, mitigado, ciertamente, por la cariñosa compañía de Alejandro, Lina y Anita, las cuales, en dos oportunidades muy seguidas, hicieron el viaje desde México (Lina) y desde el sur de Francia (Anita).
Una lucecita de esperanza Papá del Cielo le mandó a Marisa en sus últimos días, cuando recibió la visita de Emmanuel (Dios con nosotros), el nuevo sobrino-nieto que la visitó junto con sus padres Esteban y Laurita. Marisa tuvo que enfrentar una crisis de terror nocturno, tratada oportunamente por los médicos. Las visitas que Beatriz, Gabriel e hijos le hicieron en el hospital, la ayudaron mucho en la terapia. Pero lo que más la alegró fué la visita del hijito de Esteban y Laurita. Al ver y acariciar al niño, mi hermanita lloró lágrimas de emoción y de amor. La visita de Emmanuel fué, para ella, una anticipación de su encuentro con el primer Emmanuel, Jesús Glorioso, a cuya Casa voló nuestra querida hermanita pocos días después.
En el Brasil la recordamos mucho, desde lo hondo de nuestro corazón, mi hija María Victoria (que llamaba a su tía de “mi reina”), y mis queridos Pedrito y Paula, que se unieron a mí en las oraciones por ella y por todos sus allegados en el Canadá y en Colombia.
Si le pidieran a mi hermanita para resumir su vida en una frase, ciertamente respondería con el poeta Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”!