ALFONSO (TEXTO EN ESPAÑOL)
Revivo aqui varios recuerdos comunes a mí y a mis hermanos. Talvez la vivencia más arraigada en la memoria de mis orígenes sea la de la doble circunstancia campo-ciudad. Comencé mis días en esta última. Me acuerdo de mi hogar, en la Calle 63B, número 25-25 del barrio Muequetá, vecino del tradicional barrio de Chapinero, al norte de Bogotá. Mis primeiros recuerdos son los de la casa paterna, de estilo español, construída por mi papá con la ayuda de un arquitecto ruso, cuyo nombre (Boris Sigoronov) él borró de la placa de piedra en que estaba escrito. Este arquitecto se había asilado en Colombia y lloró con amargura la muerte del “papacito”, cuando el cruel dictador Stalin murió, em 1953. Esta bella casa de dos pisos fué el escenario de mis primeiros años de vida.
Recuerdo aún el terror de las noches al comienzo de la guerra civil, después del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, ocurrida el 9 de abril de 1948, cuando yo tenía 4 años de edad, (iría a completar los 5 solamente en noviembre). El cuarto que yo compartía con mi hermano Alberto, en esos días violentos, quedaba al frente de la calle. Me acuerdo de mi papá empuñando la carabina Winchester y empujando el viejo armario de madera, colocándolo frente a la ventana, para bloquear, con él, la entrada de las balas y los reflejos rojos, provocados por el incendio del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en la Quinta Mutis, situada frente a nuestra residencia. Mi viejo pasó la noche postado en una ventana entreabierta del cuarto vecino, que servía de oratorio, para disparar contra los milicianos que tentaban arrojar trapos empapados en gasolina contra las ventanas de madera, con la finalidad de provocar un incendio. A partir de esa noche de valiente vigilancia, mi papá comenzó con una ciática que lo atormentó por el resto de la vida. Me acuerdo del pavor que sentí con el incendio y el tiroteo en la calle. Recuerdo a mis hermanos Alberto, María Victoria, Alfonso (aún de brazos) y yo, refugiados con mamá debajo de la cama, para protegernos de las balas perdidas. Me acuerdo de ella rezando esa vieja oración que comenzaba así: “Señor Dios, Rey omnipotente, en vuestras manos están puestas todas las cosas, si quereis salvar a vuestro Pueblo nada podrá oponerse a vuestra voluntad...”. Nuestra casa era considerada un blanco por los revolucionarios “gaitanistas”, porque mi mamá era hija del general Amadeo Rodríguez, uno de los principales líderes conservadores. Nuestra residencia era vecina de la que fué casa de mi abuelo y estaba separada de ésta apenas por un lote.
Para huír de la guerra, nos fuimos a vivir a la casa de la vieja hacienda “El Carmen”, situada a pocos kilómetros del pueblo de La Calera, al oriente de Bogotá, que mi abuelo Amadeo había heredado de sus padres. Allí, en el viejo caserón español de quince cuartos, que databa de la segunda mitad del siglo XIX, nos refugiamos después de la sangrienta semana que siguió al asesinato de Gaitán, y que se conoció como “El Bogotazo”. Vivimos, mis hermanos y yo, días de plena libertad en el campo. Corríamos como cabritos sueltos por las verdes praderas que circundaban la enorme casa.
Observo hoy, al ver las fotografias de la época, dos escenas: cuando llegamos y algunos meses después. En las primeras, aparecemos tomados de la mano, con sombreritos bien colocados, vestidos deportivamente como galanes de telenovela que posan para sus fans. En las segundas, aparecemos con el rostro quemado por los aires andinos y por el sol de las lindas mañanas pasadas al aire libre en los trigales y los montes, con aire de chinitos montañeros y traviesos.
“El Carmen” fué nuestro refugio para la violência que se vivía en Bogotá. Allí conocimos otra dimensión de la vida, con las vacas lecheras del rebaño que mi papá tenía, con el establo, con las instalaciones para la refrigeración de la leche, con la quesera, en donde los trabajadores preparaban los quesos y las mantequillas, con el mercadito dominical en la plaza de La Calera, después de la misa, con mi pavor por los voladores domingueros que producían, para mí, un ruido ensordecedor. Me acuerdo de las noches de fiesta de Navidad y Año Nuevo, yo refugiado, debajo de la cama, para protegerme del ruido de los voladores, con la compañía fiel y temblorosa del perrito negro “Temerón”, miedoso como yo...
En la cena oferecida en julio de 2017 por el primo Joaquín, en su apartamento situado en el bello barrio residencial de Rosales, al nordeste de Bogotá, al borde de los cerros, estuvimos presentes los cuatro hermanos aún vivos: Marisa, Alfonso, Gabriel y yo. Fué una cena maravillosa en la que pudimos recordar viejos tiempos de cuando vivíamos en Medellín, en los años 60 del siglo passado, o de cuando vivíamos en la hacienda “El Carmen”, al final de los años 40. Gabriel aún no había nacido, pues, siendo el más joven, su fecha de nacimiento es 21 de noviembre de 1953. Revivimos, también, los años que pasamos en nuestra casa de Muequetá, en Bogotá.
Fué maravilloso encontrar a mis hermanos. Este, certamente, constituyó el principal motivo que me llevó a programar la ida a Colombia. Doy gracias a Dios por haber logrado encontrarlos y convivir con ellos, a pesar de que fueron pocos días. Es curioso cómo, cuando nos encontramos después de tantos años, parece que la última vez fué el día de ayer. Es una vivencia emocional que nos enriquece y que se yergue sobre el fluir del tiempo.
Después de ese encuentro con los hermanos, enriquecido por la convivencia con Joaquín y los otros primos, salí renovado. Fué como si hubiera cargado las pilas del corazón! Mi amigo Thiago, sicólogo em Londrina, me decía que le encantaba verme tan animado, después del viaje a Colombia. Sólo me hizo falta la compañía de mi hijito Pedro y de mi querida Paula. La compañía de mi hija Victoria fué muy gratificante y ella también le sacó mucho jugo al viaje, al haber encontrado a sus primos y tíos.
Me alegro de ver a todos los hermanos realizados en las escogencias profesionales que hicieron. Alfonso, quien se graduó em Filosofía, como yo, pero que se encaminó por el área del Desarrollo Organizacional en sus estudios de postgrado, especialidad que ejerció en sus asesorías en la Universidad EAFIT, de Medellín. Marisa, abogada por vocación, quien trabajó muy duro para organizar su clientela cuando aún era professional del Derecho en Cali, antes de irse para los Estados Unidos en los años 2.000 y que, en el Canadá, revalidó su título de abogada para trabajar en Derecho Inmobiliario, que pero que le saca jugo, especialmente, a su creatividad artística, realizando trabajos de artesanato fino. Gabriel, quien escogió el área de la Ingeniería Electrónica, habiéndose graduado en la Universidad de Antioquia y quien, cuando era un joven profesional, dió pruebas de gran capacidad para la producción de aparatos de precisión en el área de la biomedicina. Desempaña actualmente, con éxito, su profesión como ingeniero, en el Canadá.
Admiro a mis queridos hermanos y me siento feliz por sus realizaciones familiares. Alfonso, con sus cuatro lindos hijos y abuelo de varios nietecitos. Marisa, con sus dos hijas maravillosas, Lina y Anita, cada una con sus proyectos muy bien definidos: Lina, en el Canadá, en una gran empresa de produtos químicos y Anita, en el sur de Francia, como productora de vinos en ese pequeno paraíso que es Quarante, el pueblo medieval fundado por Carlomagno más o menos en el año 800. Gabriel, con sus hijos ya profesionales: Ricardo, ingeniero espacial, que trabaja en una seccional de la empresa Bombardier, en México, y Esteban, administrador, que trabaja en la Universidad de Toronto. Me encantó encontrar, junto con Alfonso y Gabriel, a sus esposas, Eugenia y Beatriz. Recuerdo a los lindos nietecitos de Gabriel y Beatriz, hijos de Juliana, la hija mayor, que vive en Estados Unidos. Me alegró volver a ver a Alejandro, el marido de Marisa, ingeniero con muchos éxitos en el Canadá. Todos ellos, maridos y mujeres, aún con apariencia joven, a pesar de la edad que no podemos negar.
Regreso en el tiempo para recordar a los hermanos que ya partieron: Ricardito, mi tocayo, falecido em 1942, un año antes de que yo naciera; María Victoria, muerta prematuramente em 1982, con 37 años. Alberto el hermano mayor, fallecido en 2004, con 64 años y Alfonso, que murió recientemente en Medellín, el día 28 de diciembre de 2019, con 72 años.
La Medellín de los años 60 y 70 fué la ciudad de mi bohemia tardía. Viví las aventuras juveniles en compañía de mi querido hermano Alfonso, cuatro años más joven que yo, y del primo Joaquín, dos años más joven, que vivió con nosotros a lo largo de esos años, pues adelantaba el curso de piloto en la empresa SAM (Sociedad Aeronáutica de Medellín), para pilotar los famosos Electras, aquellos turbohélices cuatrimotores para 98 pasajeros y tres tripulantes que tenían, en la parte de atrás, uma holliwoodiana sala para fumadores. Eran los famosos Lockeheed L-188. Joaquín se integró a nuestras aventuras bohemio-académicas.
Alfonso había salido del Instituto Tihamer Toth algunos años después de mí y, como era graduado em Filosofía, trató de conseguir clases en la Universidad. Tardó en realizar su sueño académico y comenzó la vida professional como vendedor, tal vez influído por mi experiencia en la Editora Aguilar.
Entre mis hermanos, Alfonso tocaba guitarra y Gabriel aún practica esa habilidad artística. María Victoria fué pianista profesional y concertista. Alberto tenía talento para el piano; habiendo comenzado clases en la Academia de Luisa Maniguetti, las abandonó por presión de mi papá, que argumentaba que si se dedicara al piano se volvería marica. La verdad era que don Alfonso había escogido las profesiones para los hijos mayores. Alberto, como cabeza de família, seria su sucessor al frente de los negocios. Yo iría para el seminario, pues debería haber un hijo cura. Como el escogido para la profesión religiosa había muerto poco después de su nacimiento, yo, que le seguía, recibí esa responsabilidad, además del nombre: Ricardo. La compulsión vocacional de mi papá desapareció con los hijos menores: Alfonso, Marisa y Gabriel fueron dejados en paz.
Marisa dió un bello testimonio de la complicidad de la infancia que vivió con Alfonso. Ambos se volvían gamines que hacían de las suyas constantemente. Hace poco, con motivo de la enfermedad que consumió la vida de mi querido hermano, Marisa escribió en un post de Whatzapp dirigido a él: “Mi querido Poncho: hoy hablé con Ricardo, quien me contó que acababa de hablar contigo. Yo no quiero molestarte, pues sé que te da trabajo hablar. Te quiero desear ausencia de dolor y de molestias. Sé que estás muy sereno, cosa ésta que te ayuda mucho en esta difícil situación. Afortunadamente, estás en casa, rodeado de toda tu família. Lo único que quisiera es estar cerca de tí, para poder hablar de todo. De cómo, gracias a tí, tuve uma infancia muy, muy feliz. Hiciste que mi adolescência, a pesar de haberte tenido lejos unos años, fuera alegre como tú. Cómo fuiste de solidario conmigo, al ayudarme a pintar la casa para mi matrimonio. Igual de solidario en la época, cuando salíamos a gastarnos la plata de mi ajuar en onces deliciosas y películas maravillosas. Gracias a tí tuve la gran oportunidad de disfrutar la vida, ya que en tu compañía, nos íbamos a conquistar montañas y a que nos atacaran los chivos en nuestras largas caminatas. A escribir teatro del absurdo donde nos burlábamos de papi y mami, de sus vidas y desfortunas. Mi gran diversión fué tu complicidad con mis Pilatunas, cómo inventábamos canciones remedando las que papi cantaba, pero con letras nuestras donde intercalábamos una que outra palabrota prohibida. Cómo jugábamos a los vaqueiros malos del oeste. Tú me salvaste de que me trataram como a uma niña, lo cual contribuyó a mi felicidad de entonces y de ahora, ya que siempre he sido más cercana a um gamín que a uma niña, gracias a tu cercania. Parte de esta historia la he vivido con mis hijas, a las cuales las salvé de ser tratadas como niñas y han podido pensar y ser ellas mismas, pues como les conté muchas veces, contigo tuve la posibilidad de tener un amigo cercano que me aceptó incondicionalmente. Has dejado em mí maravillosos momentos de alegría, risas, aceptación y amor. Te quiero infinitamente, mi querido hermano, compañero de andanzas infantiles y juveniles. Gracias por ser quien eres”.
Victoria, nuestra mamá, trató de vivir con cada uno de nosotros, después de la muerte de mi hermana María Victoria, en 1982, quien pasó a vivir con ella desde la muerte de mi padre, em 1977, en Medellín. La cosa no funcionó ni con Alberto, ni con Gabriel, ni con Marisa, ni con Alfonso, ni conmigo. Ella, con mano diplomática, pero con aquella voluntad de hierro entre bambalinas, trataba de organizar la vida a su manera. Y a las nueras, o a la hija, logicamente, no les gustaba esa política. Hasta que, haciéndole frente a la verdad, mi viejita decidió, con coraje, cuando aún vivía con Marisa en Cali, en los años 90, irse para Medellín, al Hogar Vizcaya, en el Poblado, a una casa para personas de edad administrada por monjas. Ella misma negoció con ellas, hizo la inscripción, fué aceptada y, un bello día, con la maleta en la mano, le comunicó a Marisa su decisión, tomada sin dramatismo y sin reproches. “Mijita, decidí que voy a vivir sola, en Medellín, en el Hogar Vizcaya. Ya todo está negociado. Puedes visitarme, cuando quieras”.
En el restringido mercado antioqueño de entonces, al salir del Instituto Tihamer Toth, Alfonso solamente consiguió lugar en una compañía de seguros, en el sector de venta de tumbas y servicios fúnebres. Era muy divertido escuchar a mi hermano contando sus aventuras de vendedor de produtos macabros. Él tenía, con certeza, más aptitudes que yo para las ventas: le gustaba conversar con todo el mundo, las personas lo consideraban simpático y les parecia divertida su forma de contar las cosas, sin problemas para enfrentar ambientes desconocidos. Alfonso tenía, en fin, el feeling del buen vendedor. Un final de tarde, en el barrio de Belén, cerca a la Universidad de Medellín, llegó a una casa ofreciendo sus servicios fúnebres y, al contrario de lo que se imaginaba (pues las personas daban por terminada la conversación cuando oían hablar de tumbas y entierros), el dueño de la casa, un padre de familia con una prole inquieta y numerosa, lo hizo entrar y sentarse a la mesa, pues la família iba a comer.
El patriarca hizo el siguiente discurso: “Mis hijos, vean a este muchacho que podría estar, a esta hora, bebiendo aguardente en el bar de la esquina o vagando por ahí, sin hacer nada. Tiene casi la edad de ustedes. Y vean lo que hace: trabaja en un empleo difícil, pues tumbas o servicios fúnebres nadie quiere comprar con esta vida tan cara. Pero él no se da por vencido. Felicitaciones, mi joven vendedor. Usted es un ejemplo de disciplina y dedicación para esta manada de vagos que no quieren hacer nada en la vida”. Con este discurso animador, Alfonso salió sin que el patriarca diera muestras de querer comprar tumbas o servicios fúnebres...
La poca suerte de Alfonso en la venta de tumbas no lo hizo desanimarse. Dueño de un temperamento alegre y divertido, mi querido Poncho no le daba importancia a las desgracias del mercado. Por el contrario, hacía de esos pequeños fracasos, motivo de chiste. Muy sociable y un comunicador nato, el querido hermano encontró su “nicho de mercado”. Mi amigo René Uribe Ferrer, que había sido decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Bolivariana y a quien conocí en esa posición, fué nombrado, por el gobernador del Departamento de Antioquia, como Secretario de Educación. Me llamó para colaborar con él, como rector de un gran gimnasio departamental situado en Sabaneta, un municipio perteneciente al área metropolitana de Medellín. Yo estaba organizado en el cargo de profesor de la Universidad Bolivariana y no queria cambiar de trabajo por una función de administración escolar, perspectiva que consideraba poco interessante para mí, pues carecía de experiencia en ese ramo y prefería dar clases. Conversé entonces con Alfonso, ponderando que, por su modo de ser y por el hecho de ya estar trabajando en el importante colegio Mary Mount, para niñas, en funciones docentes y administrativas, tal vez tuviera éxito dirigiendo un establecimiento de enseñanza oficial de gran porte. Al fin y al cabo, él sabía muy bien lidiar con las personas. Alfonso aceptó la oferta y fué nombrado, entonces, rector del Gimnasio Departamental de Sabaneta. Su trabajo al frente de ese establecimiento fué um completo éxito, según me manifestó, algún tiempo después, el próprio Secretario de Educación departamental.
Alfonso se encaminó, después, por los estudios del desarrollo organizacional, habiendo cursado, con brillo académico, la maestria en la Universidad de Siracusa, en Champagne, Urbana, Estados Unidos. Poco antes de viajar, había recibido invitación de la Universidad EAFIT, para dar clases de Humanidades en la Facultad de Administración de Empresas, justamente en la misma Institución en que yo, en 68, había iniciado mi carrera docente. Enseñé Humanidades en EAFIT hasta el final de 1970, justamente en la época en que Alfonso se vinculó a esa Universidad.
Según me decía Alfonso cuando conversábamos sobre los rumbos de la docencia de la Filosofía en uma Facultad de Administración, solamente tendría sentido hablar de Humanidades, si se partiera para uma humanización de las relaciones interpersonales en el terreno de la gestión, haciendo que los conceptos filosóficos fueran siendo assimilados en el plano concreto de la vida y de la tomada de decisiones. Alfonso consideraba que el cultivo de las Artes y de la Filosofía deberían ir juntos con la Ciencia de la Administración de Empresas, anticipando un concepto nuevo de gestión integral, que terminó siendo implantado en esa Universidad, cuando fué creada, en décadas posteriores, la Orquesta Sinfónica de EAFIT, no como un cuerpo extraño a la enseñanza de la Administración, sino como una privilegiada ventana para aprehender, vivencialmente, los nexos entre valores artísticos y funcionamiento de la inteligencia emocional, en las relaciones empresariales. Alfonso estaba muy adelantado, para su época, en la comprensión del papel de las Humanidades y de la Filosofía para la formación empresarial!
Sentí profundamente el fallecimiento de mi querido Alfonso (Poncho), después de que un fulminante cáncer terminal lo acometió, a lo largo del segundo semestre de 2019. Enfrentó las largas temporadas de hospital y sus últimos días con espírito cristiano y gran coraje, nunca perdiendo su buen humor y aquella “politesse du coeur” que siempre lo caracterizó. Me queda el recuerdo del hermano jovial, siempre optimista y dispuesto a extraer de la vida lo que hubiera de bueno, sin detenerse en las minucias del día a día. Poco antes de falecer, en la última charla que tuve con él por el Whatzapp, la noche de Navidad, me dijo, con la voz debilitada por la enfermedad, pero con la tranquilidad de siempre: “Hermano, parece que de esta aventura no salgo vivo. El cáncer se extendió a todo el organismo. Bueno, hermano, que se haga la voluntad de Dios. En sus manos estamos. Estoy tranquilo”. Recuerdo a mi papá cuando me recomendaba imitar el “bello temperamento” de Alfonso, a fin de superar los malos recuerdos de mis años de seminario. Su lección de vida y de coraje quedará, para siempre, en mi alma.
Alfonso tenía una especial capacidad para le gestión académica de nivel superior, habiendo dejado pruebas de esto en la magnífica obra de docencia y de consultoria en el área empresarial, por él desempeñada durante más de treinta años, en la Universidad EAFIT, de Medellín, una de las más sobresalientes en Colombia y en la América Latina. Da testimonio de esta realización la nota de pesar con motivo de su fallecimiento, emitida por las autoridades, directivas y la comunidad académica de la mencionada Universidad, en los siguientes términos: “Alfonso Vélez Rodríguez, un maestro, consejero, estratega, negociador y un ser humano con cualidades excepcionales, quien con un espíritu siempre alegre y positivo, realizó importantes contribuciones para la transformación de la Institución y sus áreas misionales de docencia, investigación y proyección social”. La nota fué firmada por los integrantes del Consejo Superior de la Universidad EAFIT, juntamente con el Rector, los diretores, los profesores, los funcionarios administrativos y los estudiantes, que expresaron su pesar por el fallecimiento de quien fué Director de la Escuela de Administración, profesor y asesor de innovación. Asistí emocionado a la bella presentación de slides con que la Universidad rindió homenaje a mi querido hermano y a su familia, el día 15 de enero de 2020. Fué reconocida, allí, su bella inspiración humanística, con la que supo renovar la enseñanza de la Administración y la práctica del emprendedorismo en la Universidad EAFIT.
Aún recuerdo, emocionado, las palavras de su esposa Eugenia, en post encaminhado a mí (em 4 de enero), poco después del fallecimiento de Alfonso: “ Su vacío es enorme. Qué difícil es este paso. Pareciera que nos sale al encuentro, en cada detalle, y en cada hijo encuentro un pedacito de él. También hay tantas cosas lindas que nos dejó y nos enseñó, que quisiera gritarlas al mundo entero. Él siempre te tuvo presente y te siguió los pasos. No era muy expresivo para comunicártelo, pero me lo dijo varias veces”. Yo también siempre lo tuve muy presente y admiraba, con sana envidia, su capacidad de llegarle a las personas, con esa su simplicidad inigualable y la simpatia natural, que abría puertas y corazones. En fin, creo que mi querido hermano Alfonso y yo quedamos sin deudas en materia de valorización personal y cariño fraterno, a pesar de que, por la educación tradicional que recibimos, poco nos comunicáramos la mutua admiración y el amor recíproco.
Buena suerte tuvimos, Alfonso y yo, en las empresas bohemias. Como él tocaba guitarra, formamos un dueto popular, imitando a los conocidos cantantes “Los Tolimenses”, Emeterio y Felipe. Yo representaba al primero y Alfonso al segundo. Imitábamos el hablado guasca de nuestros personajes (que tenían inmensa audiencia en los programas de radio y televisión) y contábamos historias mezcladas con canciones campesinas que cantábamos en dueto, yo haciendo la primera voz y Alfonso la segunda. El éxito fué enorme. Nos convidaban para fiestas de cumpleaños y hasta para matrimonios. Yo escribí, con paciencia benedictina, un cuadernito con los chistes de “Los Tolimenses”, que evidentemente fueron siendo completados. Nuestros oyentes nos pasaban chistes nuevos, a fin de que enriqueciéramos el repertorio.
La empresa humorística no tenía empresario. Ahí, e ese detalle, radicaba nuestra falla. Era necessário que alguien cuidara, financeira y administrativamente, de la empresa. A pesar de no ganhar dinero y cantar sólo por diversión, sobrevivimos dos años, hasta la fecha en que fuí expulsado del cuerpo docente de la Universidad Bolivariana, por causa de mi militancia sindical y política. Desempleado, tuve que buscar trabajo en Bogotá.
Nuestra vida de adolescentes tardíos fué generosamente ayudada por el primo Joaquín, que tenía más experiencia de mundo. A pesar de que él pasó sólo un año interno en el Instituto Tihamer Toth, logró verse libre del seminario. Uno de los motivos de su liberación de ese ambiente clerical fué su perrito “Tony”, que no se separaba de él. Era um gozque con todas las de la ley, de esos de tiempo integral y dedicación exclusiva. Cuando Joaquín fué matriculado en el internado, aún niño, el perrito lo acompañó el día en que mis tíos, Juan Félix y Solita, lo llevaron al seminario y regresaron a casa con el perrito. Pero, cosa extraordinaria, el animalito apareció de noche, aullando, en el patio interior del seminario. Había recorrido más de 10 kilómetros entre la casa de mis tíos y el barrio Prado Veraniego, en donde quedaba el internado. Los porteiros persiguieron al animalito corriendo y gritando. En donde se refugió “Tony”? – Justamente debajo de la cama de mi primo, que quedaba en el ala de los alunos menores, un salón inmenso, lleno de camas de dos pisos y que albergaba a más de 60 niños. “Tony” montó guardia debajo de la cama de Joaquín. Y se convertía en una fiera cuando trataban de sacarlo de ahí.
“Tony” logicamente acompañaba a mi primo en todas las actividades, desde el baño, pasando por la capilla para la misa matinal y, luego, yendo al comedor para el desayuno. Después iba a la sala de clase, para diversión de los alumnos, pues había profesores que no le gustaban al perrito y recibían de regalo gruñidos aterradores. Las cocineras en poco tiempo habían sido cautivadas por “Tony” y le garantizaban, regularmente, platicos con las sobras del comedor. Después de una semana, el rector del seminario llamó a los padres de Joaquín y les explicó que “Tony” estaba transformando la disciplina en un carnaval y que era necesario que la familia tomara alguna medida. El tío Juan Félix, oficial de la policía, propuso una solución conciliadora y eficaz. “Tony” sería albergado en la Escuela de Sargentos de la Policía, que estaba situada cerca al lugar en donde quedaba el seminario, en una pequeña finca llamada “La Pequeña Victoria”, al borde de la carretera que iba en dirección al pueblo de Suba. Los curas prometieron que Joaquín podría visitar quincenalmente a “Tony” y, de este modo, el perrito conquistó “la pequeña victoria” de no perder de vista a su dueño... Pasado el primer año, el rector del seminario explicó a mis tíos que Joaquín, tal vez, no tenía el perfil para permanecer en el internado y aconsejó que lo matricularan en outro colegio. “Tony”, sin duda, pesó en el consejo de los curas... Como habría sido bueno si Alfonso, Gabriel y yo hubiéramos tenido un “Tony” a nuestro lado!
Volvamos a las aventuras académico-bohemias de Medellín. Joaquín, después de las clases en la Escuela de Aviación de SAM, pasaba las tardes con nosotros. Nos ayudaba a corregir exámenes (oh irresponsabilidad!). Preguntaba si la alumna fulana era bonita o fea. Conforme a nuestra evaluación estética, él daba la nota. Felizmente las alumnas feas eran pocas en esa Medellín de la eterna primavera. La verdad es que no hubo protestas de parte de ellas. Joaquín nos acompañaba a las fiestas de la Facultad, a la cual, ya en el año 70, se había incorporado mi hermano Alfonso, como profesor auxiliar de Literatura y Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana.
En cierta ocasión, fuimos invitados a un almuerzo de las alumnas de la Facultad de Servicio Social, en una finca. La condición era llevar un pollo asado. Nos olvidamos de la exigencia y solamente compramos las bebidas. Pero Joaquín dió la solución: él sería el pollo. Flaco y muy ágil, él lograba encogerse como un pollo de fiambre y piaba razonablemente. Lo colocamos en el banco de atrás de nuestro Dodge 53 y nos fuimos para el sitio del almuerzo. Con pompa y circunstancia desembarcamos las bebidas y a Joaquín, encogido como un pollo piando. Las alumnas se murieron de la risa, aceptaron nuestra contribución y pasamos una tarde muy divertida, oyendo los chistes de nuestro primo y las carcajadas de ellas. Mi papá, que sabía de nuestras tramas, nos regañaba, diciéndonos: “No lleven a su primo a las fiestas de la Facultad, que él ya es piloto y termina cayendo en la borracheira, teniendo que pilotar al día siguiente!”
Joaquín también nos acompañaba a las fiestecitas que nuestras amigas de barrio organizaban, los fines de semana. Eran comunes, en la Medellín de la época, las tardes danzantes, organizadas por las familias para diversión de los jóvenes y adolescentes. Yo tenía una amiguita, Beatriz, que me invitaba. Iba a los bailes en compañía de Alfonso, Joaquín y de mi hermano menor, Gabriel. A las niñas les encantaba la compañía de mi primo y de Alfonso, dueños de un temperamento divertido. Por la noche, contándole a mi mamá las aventuras danzantes, nos reíamos a gusto, tomando tinto, fumando y comiendo sánduches.
En 69, fuí parejo de una prima distante, Olga Cecília, en su fiesta de 18 años, celebrada en Ibagué, la “capital musical de Colombia” y capital del Departamento del Tolima. Ibagué tenía en esa época aproximadamente 300 mil habitantes. La fiesta de 18 era, en la Colombia de la época, la fecha de presentación de la aniversariante en sociedad y la conmemoración daba lugar a un baile de gala. Alquilé black tie y tomé el avión para Ibagué, en donde fuí recibido por los padres de Olga Cecilia, que me alojaron en su casa. Danzarín mediocre, logré sobrevivir a la noche de valses y ritmos caribeños.
Olga Cecilia me gustaba mucho. La había conocido en una fiesta familiar, en la casa de mi prima Eugenia, casada con mi hermano Alfonso. Olga Cecilia hacía el curso de Pedagogía en la Universidad Bolivariana y allí nos encontrábamos con frecuencia. Le ayudaba en sus trabajos de filosofía y conversábamos largamente en la cafetería de la Facultad. Vivía cerca a la Universidad y ella me invitaba a su casa para reuniones con amigos. Era una niña dulce, bonita, muy familiar. Años después, en 75, radicado nuevamente en Medellín, la encontré en la Escuela “República del Brasil”, en donde mi primera esposa daba clases de “cultura brasileña”, con apoyo del Consulado.